domingo, 4 de diciembre de 2011

Cuando crucé el charco


Un día se me presentó una oportunidad de hacer un viaje, el viaje que tanto quería y que nunca organizaba, un viaje que veía a largo plazo, de esos viajes que harás “cuando tengas las condiciones”, un viaje a un mundo más allá de mi nariz… Europa.

Cruzar el charco me llevó un mes y 8 horas exactamente, el dinero estaba solo que yo no lo sabía, usé todos los comodines que ofrece la ley del trabajo; tenía una carrera contra el tiempo con Cadivi y laboralmente estaba en el momento más crítico de la oficina, cualquiera podría abortar la misión y planificar el viaje para otro momento. El destino estaba escrito y yo debía irme a conocer el lugar donde empezó todo, la cuna de nuestra historia.

Es muy triste cuando sales del país y notas la diferencia a leguas, de verdad se siente otro aire, otro oxigeno, estas en otra cultura y terminas desmintiendo la creencia de que todos somos iguales. Señores! No somos iguales nada, somos parecidos. No es ni siquiera el mismo español, y aunque es el mismo idioma sientes que estamos hablando lo mismo.

Más allá del turismo que hice, me tocó conocer la ciudad desde la perspectiva del que vive allá: hacer mercado, ir al médico, tomar el transporte público en cualquiera de sus presentaciones, etc. Y fue allí donde poco a poco fui entendiendo como todo tiene un orden y una sincronía, desde el peatón hasta el buhonero que vendía carteras de imitación, pasando por el ciclista y el mendigo, viven en perfecta armonía, cada quien tiene un espacio y los derechos y deberes sobre el mismo. Conocí en la práctica un mundo en el que los deberes tienen tanta importancia como los derechos, un mundo en que cada centavo cuenta y cada compra es finamente pensada antes de hacerse.

Era un mundo en que las putas tienen una calle y una jerarquía, y los gays un barrio completo, en el que hasta el yunkie cruza por el rayado. Era un mundo en que importa más el descanso que el desgaste, en que la gente trabaja para vivir y no vive para trabajar, y donde la gente vive y disfruta su ciudad, donde cualquier plaza es una discoteca y donde cualquier café es un sitio en encuentro.

Era un mundo en el que sin mucho dinero haces muchas cosas, donde el cine no es el único entretenimiento, donde un rio es perfecto para la cita ideal y donde el carro pierde protagonismo porque el Metro es el rey.

Lo más cumbre de todo es que lo que he contado arriba son cosas totalmente sociales, en ningún momento he mencionado tecnología, arquitectura, etc. Lo más impresionante es que el desarrollo de un país lo hace su gente, cuando la gente cumple sus deberes se le cumplen sus derechos y en esa ecuación el resultado sencillamente es el orden.

Es inevitable no querer quedarse en un mundo que huele a orden y a seguridad, mucho más cuando no la conoces, y tal como un viajero promedio me traje como souvenir las miles de cosas que no debemos hacer aquí, me traje comparaciones y aprendizajes, me traje respeto y tolerancia, una bolsa de orden y un kilo de seguridad.

Quienes quieran entender el valor de la organización, el respeto y la tolerancia, échense un viaje y crucen el charco, hay un mundo más allá de Sambil, Margarita e Higuerote, un mundo más grande donde todos tienen un lugar y un espacio, donde la calle tiene vida todo el día y donde la gente vive sin pensar en que va morir, un mundo muy parecido al que nos prometieron al separarnos de España hace 200 años.

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